Daniel Ripesi[*]
“¿Intervenciones winnicottianas?”[1]
¿Hay
alguna singularidad en las intervenciones analíticas desde la perspectiva
winnicottiana?; y si esto fuera así, ¿cuál sería el
fundamento teórico-clínico que podría sostener esa
singularidad? Recuerdo algo que puede servir para pensar un poco esta
cuestión, algo que contaba Winnicott respecto de una práctica
habitual en las consultas pediátricas que realizaba en el hospital donde
trabajaba
[3]. Pienso, incluso, que el famoso
juego de los “garabatos” hereda –en muchos sentidos- la
estructura de esta práctica. En principio, Winnicott hace notar que el
escritorio de su consultorio estaba lo suficientemente alejado de la puerta de
entrada como para ver el modo en que madre e hijo recorrían ese dilatado
trayecto. Recuerda por ejemplo, en este contexto, que un niño,
desprendiéndose súbitamente de la mano de su madre, corre hasta
él diciéndole: “Doctor,
doctor, por favor ayúdeme, vengo porque mi mamá se queja de un
dolor en mi estómago”. Un desprendimiento “en
acto” de la mano de su madre, y otro ya más difícil para
él y que requiere ayuda: desprendimiento del sufrimiento que una madre
puso en él (esto abre la cuestión, importante en la clínica
de niños –y especialmente abordado por Winnicott- sobre la
posibilidad o no, de que el niño pueda hacerse cargo de un sufrimiento
propio
[4]). Como sea, entonces, Winnicott destaca
ese espacio de aproximación paulatina, en el que eventualmente ya se
establece –o no- algún tipo de contacto a distancia (contacto, por
ejemplo, a partir de cierta expresión facial) con él. Luego, nos
sigue contando, él se sentaba frente a la madre, que sostenía al
niño sobre su falda. Finalmente, sobre la esquina del escritorio que se
interponía entre ellos, separándolos pero también
reuniéndolos, Winnicott ubicaba (en un lugar bien visible y al alcance
del niño, para que éste lo agarrara si deseaba hacerlo), un objeto
brillante: un bajalengua. El esquema descripto por Winnicott se completaba con
una indicación dicha a la madre: que él mismo y ella
deberían abstenerse de intervenir. Bueno, para decirlo
rápidamente, desde una posición hecha de abstención y
espera, la intervención del analista tiene –en la clínica
winnicottiana- el lugar y el carácter de ese
bajalengua. Retomemos: el proceso
más o menos normal que describe Winnicott en la situación
recién descripta, es el del bebé que, después de explorar
un poco la situación y vacilar entre aproximarse al bajalengua o alejar
su manito de él, avanzando y escondiendo la carita en la blusa de la
mamá, termina por ganar confianza y agarra al objeto, metiéndoselo
en la boca, golpeándolo una y otra vez, y tirándolo, finalmente,
lejos... El bebé, disfruta enormemente –dice Winnicott-
librándose agresivamente de la espátula. Winnicott hace una
consideración en el sentido de que, según su experiencia, si
intentaba meter el bajalengua en la boca del niño antes de su movimiento
de exploración y manipulación, chocaba con la más
enérgica resistencia del bebé. Repito, entonces, las
intervenciones del analista pueden ser como un bajalenguas que encuentra su
oportunidad, el momento propicio que ofrece la confianza, o no... Es así,
que los pacientes pueden agarrar, jugar y más tarde olvidar dichas
intervenciones. De lo contrario, las intervenciones del analista pueden ser algo
demasiado ajeno y extraño que se intenta meter a la fuerza. En este
sentido, Fairbairn decía que ciertas interpretaciones eran sentidas por
algunos pacientes como la locura del analista. Glover, junto a Melitta
–hija de M. Klein- renuncian a la Sociedad de Psicoanálisis
Británica, entre otras cosas, porque denuncian que los analistas
kleinianos imputan a sus pacientes sus propias fantasías, claro que con
rango de interpretación. Pero volvamos a la espátula. Como ella,
el analista deberá estar allí, a mano, disponible, despertando
cierta curiosidad aunque sin hacer mayormente mucho. Se ofrece y se deja
agarrar, se deja manipular, incluso maltratar un poco, dejándose usar
hasta que el paciente finalmente se canse y lo tire. Winnicott decía que
su deseo era que los pacientes lo usaran, lo usaran lo máximo posible,
hasta gastarlo y pudieran, así, terminar el tratamiento. Si decimos
“usar”, estamos admitiendo una cierta capacidad de duelo en los
pacientes, porque usar implica un compromiso con los objetos que supone que algo
se deteriore o se vaya gastando hasta que finalmente se pierda, o se agote. El
bajalengua servía además -en la manipulación que de
éste hacía el bebé-, y según Winnicott, de
instrumento que usaba para su auto expresión. De modo que –si
sostenemos la equivalencia de las intervenciones del analista con este objeto-
al usar la intervención, el paciente se está mostrando, se
está expresando, desnudando. La intervención winnicottiana no
“revela” directamente nada presuntamente oculto, sino que ofrece el
soporte de una posibilidad expresiva del propio paciente en el uso que hace de
ellas. De modo que las intervenciones del analista reconocen, como los
bajalenguas, cierta metapsicología que podría describirse
así: necesitan de una
tópica, un
lugar –como la esquina del escritorio que separa y reúne al mismo
tiempo-. Un lugar que habilite una exploración posible según los
ritmos del propio paciente. De modo que, a partir de ese ritmo, el espacio
dé lugar a una experiencia de idas y venidas, de avances y retrocesos que
nutran y den sostén al movimiento transferencial de un tratamiento. La
tópica de un “entre”, donde algo se sitúa a mitad de
distancia: próximo pero ajeno, a la mano pero distante, ni mío ni
del otro... Si el espacio paciente-analista es de demasiada separación,
cada uno queda fuera de alcance del otro, las causas pueden ser
múltiples, pero si el espacio es de una unión demasiado estrecha
no hay nada que pueda circular entre ellos.
Luego, una
dinámica: lo
que hace a la palabra del analista y al uso que el paciente pueda hacer de ella.
La palabra que se deja usar es la palabra reveladora, y como tal ya no es de uno
ni del otro y es de los dos: es una paradoja. Digamos que una buena
interpretación, si es necesario hacerla, sería aquella que el
paciente puede soñar... de boca de su analista. Tanto con niños
como con adultos esto es posible si, analista y paciente -en el curso de una
cura- pueden jugar juntos. Finalmente, una
economía: el
silencio del analista -y de la madre, según la consigna de Winnicott en
el juego de la espátula-, y el gesto espontáneo del niño
que tal silencio permite. Se posibilita, así, una exploración que
puede lograr algún descubrimiento posible en el entorno y en sí
mismo. Winnicott argumentaba que la psicoterapia debía sostenerse en un
área de juego donde fuera posible el jugar compartido de paciente y
analista, donde cada uno pudiera estar a solas en presencia del otro, y donde
uno y otro pudieran sorprenderse a sí mismos. En el marco de esa
experiencia el paciente puede entrar en contacto con una verdad de sí
mismo que tiene sentido porque se instala en el campo de una paradoja. Para
sostener cierto jugar en una cura, es un silencio lo que ordena la experiencia,
nadie debe formular la pregunta: “¿esto que encontraste -cierta
verdad en el curso de la experiencia- es producto de tu juego o del
mío?”.
Pero, después de todo,
si las cosas funcionan en la clínica winnicottiana es porque los
analistas –como las madres- rara vez guardan completo silencio. Tienen
toda la intención de hacerlo –y dentro de ciertos límites lo
logran- pero no pueden callar todo el tiempo, tampoco eso sería bueno u
oportuno. En este sentido, me gustaría comentar una ocurrencia de Groucho
Marx: según él decía, cuando estaba en una reunión,
y en tanto no pronunciara palabra alguna, su auditorio dudaba si él era
un genio o un perfecto idiota... Reflexionaba, entonces ¿para qué
abrir la boca y sacarlos de duda?! Winnicott, contrariando el consejo de
Groucho, sí abría la boca en los tratamientos que conducía,
y lo hacía por una razón fundamental: sus pacientes
–esquizoides- no soportaban la duda. Quiero decir que, de todos modos, no
estaba en la capacidad psíquica de ellos poder dudar: o se dejaban
aniquilar por ella o salían del paso con certezas inquebrantables. Es por
este sesgo que también puedo pensar cierta singularidad en las
intervenciones del analista desde una perspectiva winnicottiana. En
términos generales, si un analista hace silencio –y esto no
implica, como lo observaba Theodor Reik, “no abrir la boca”- el
paciente, de un modo u otro, podrá enlazar sus dudas a la figura del
analista y, a la larga o a la corta, podrá tejer alguna estrategia
posible al respecto. Dará, entonces, alguna articulación
transferencial a las mismas (en esa esperanza que algunos llaman S.s.S. y que en
Winnicott se trata, con sus propias particularidades teóricas, de la
capacidad de “confiar en”). Las alternativas pueden ser diversas
pero, según cada particularidad, las dudas del paciente guiarán el
análisis, incluso serán su sostén. Sin embargo, en la
población de pacientes que Winnicott atendía, como decía
anteriormente, la duda estaba fuera de sus capacidades psíquicas. Antes
aludí a Theodor Reik, este psicoanalista, en un libro de los años
‘30, en un texto en el que analiza el valor del silencio en la
economía de las curas, comentaba la siguiente anécdota: Un
paciente llega, toma asiento frente a él y guarda un obstinado silencio
durante más de la mitad de su sesión, mientras tanto, lo mira con
profunda seriedad. Al cabo, entonces, de ese dilatado lapso de tiempo, se
incorpora de pronto y le espeta, “bueno, ya no hablemos más de
eso”. En este sentido, Winnicott comentaba:
“con algunos pacientes intervengo porque
de lo contrario se van pensando que lo entendí todo”. Y en
otro contexto, “intervengo más
para mostrar los límites de mi comprensión que los alcances de mi
saber”. Winnicott intervenía, entonces, para introducir una
medida a su presencia en la dirección de las curas, para dar
límite y medida a su posición como analista y, como se infiere de
las citas, para realizar esta operación, su intervención
hacía jugar una “falla”:
“No lo comprendí
todo”. Fallar, en rigor, no saca de dudas al paciente, pero acota
el riesgo de su desmesura... Quizás, cuando Winnicott aconsejaba a los
padres de aquellos niños que sufrían terrores nocturnos y
despertaban sobresaltados por alguna pesadilla, que incitaran a sus hijos a
contar el sueño que los había despertado, buscaba con dicha
narración abrir una falla en el poder siniestro de tales pesadillas:
decía Winnicott “La magia es
maravillosa salvo por un detalle, no tiene medida”. Entonces, el
analista falla, en algún sentido, para no constituirse en la pesadilla de
sus pacientes.
Algo, entonces, es claro: en
la clínica winnicottiana, la falla del analista es el motor de un
tratamiento y el punto imprevisto –para paciente y analista- que va
eslabonando y dándole dirección a la cura. Sin duda no cualquier
falla sino aquella que el paciente sanciona como tal en el quehacer del analista
y da lugar a un cierto desarrollo transferencial. Falla “del”
analista, la frase es equívoca, porque “del” (analista) no
significa que le pertenezca ni que la puede calcular, ni tampoco incluso, que la
pueda evacuar en algún análisis didáctico. Tampoco es
estrictamente un lapsus, la “falla” lo sorprende y no puede hacer
nada al respecto, salvo –quizás- angustiarse un poco. Tampoco es un
dato que pueda ser leído, como lo hacía cierto modelo
clínico, en términos contratransferenciales: este paciente
“me” hizo fallar, entonces...se interpretará en consecuencia.
Y esto es así, porque falla no está con relación a
ningún acierto posible, por el contrario Winnicott dice que la peor falla
es intentar no fallar...
[5]
[1]
Este texto es parte de una conferencia dictada en el hospital Tobar
García en el 2003.
[*]
Co-director de www.espaciopotencial.com.ar
[3]
Comenta este proceder en un artículo de 1941
“La observación de niños
en una situación
fija”.
[4]
Parece ser que para unos es la recuperación o enajenación del
sujeto en el plano “del deseo” lo que para otros analistas sucede
con relación “al dolor”. Nos referimos a la posibilidad
–o no- de que un niño pueda establecer una posición
subjetiva que esté a cierta distancia de una gravitación demasiado
enajenante de algunos padres. En un caso, el niño podría quedar
atrapado, por ejemplo, en el deseo-angustia de una madre, y hacerse objeto de su
satisfacción narcisista; en el otro, quedar atrapado en el sufrimiento
culpógeno de ésta, a partir de los daños que
–fantasea- provocaron sus propias pulsiones sádico-orales. En este
caso ata al niño a un destino que atenúe su propio sufrimiento
(enajenando a su hijo en la reparación de una culpa ajena).
[5]
Para profundizar el tema de la “falla del analista” -como
guía para la dirección de una cura- recomiendo el artículo
“La regresión a la dpendencia y el uso terapéutico de la
falla del analista” en
www.espaciopotencial.com.ar