VI. No me vengan con historias¿Es la
construcción que nos hacemos de ciertas “
historias”
-respecto de nosotros mismos y de los demás- una de las modalidades en
que lo psíquico también tiende a detener al tiempo? ¿Y, una
detención aún más engañosa que cualquier otra, en la
medida que presume cierto dinamismo basado en proponernos la ilusión de
un “pasado” –y, en consecuencia un “futuro”- en el
devenir quizás imprevisible del tiempo? ¿Se paga la posesión
de
esa historia con inevitable y penosa pobreza psíquica?
En la medida que, mientras esta historia parece darnos la seguridad y el alivio
de “comprender por qué somos como somos” –y
“cómo son los demás-”, con abundantes argumentos que
nos autojustifican (pensamos:
es por “ese” pasado que así
somos), también –esa historia que nos hacemos- nos condena con
un pobre puñado de obvias e irrelevantes predicciones (sólo
anticipamos sin demasiados sobresaltos
lo que inevitablemente seremos
mañana). Conclusión: cuanta más historia nos respalda
“desde el pasado” menos sorpresas nos depara “el
futuro”: el movimiento temporal se detiene en abundantes certezas y una
escasa posibilidad de cambio...
V. Cuando es un lapsus el que
hace historia...Como analistas desconfiamos de las historias
que los pacientes nos cuentan...
[1]
Desarrollos trabajados con delicado esmero y epílogos excesivamente
pre-anunciados por algunos pacientes. Historias que se repiten y confirman lo
irrevocable de un destino. O actos que realizan con total imprevisión
para nosotros y ellos mismos, lo que supone otra forma –frivolizada- con
la que algunos sujetos intentan detener al tiempo: con un acting continuo que
impide al devenir dejar huellas duraderas. Porque la voluntaria
provocación de lo inesperado es una forma activa de impedir, justamente,
que una
historia “se cumpla” (suerte de confianza pesimista
en lo que ocurriría si uno deja correr el tiempo). Esperamos, en
consecuencia, que algo disloque las historias minuciosamente narradas por
nuestros pacientes, que un lapsus por ejemplo (pues las contradicciones en que
pueda incurrir un paciente en el curso del relato no sirven demasiado) las ponga
en cuestión. Sin embargo ese traspié verbal del paciente, ese
lapsus, finalmente termina por permitirle -al propio analista en este caso-
abrir para su paciente... ¡otra historia! Seguramente más
desconcertante, menos agradable, que la que el paciente esgrimía con
solvencia hasta ese momento, pero, en más de un sentido, con la misma
pretensión -tentadora y peligrosa- de transformarse en una
“historia”. Una historia tan historia como la anterior.
VI. Historia, sostén y obstáculo de
una curaDigámoslo, no hay reconocimiento de lapsus sino
éste no trastoca el necesario relato de una historia. Sin historia a
narrar no hay posibilidad de que un análisis se inicie y desarrolle:
¿qué otra cosa podría sustanciar una transferencia si no es
la posesión de una historia? En la “continuidad” de un
relato, donde diverso anecdotario se ordena según un antes y un
después, con sus antecedentes y consecuentes, con promoción de
recuerdos y proyectos, en donde cierta disrupción de lo inesperado, con
su efecto de “discontinuidad” puede reordenar las fichas: fin de
una historia donde nos reconocíamos con facilidad, inicio de otra donde
nos cuesta un poco ubicarnos.
VII. La verdad necesita una
historia acordePensemos lo que describía Borges con
su
Emma Zunz[2], aquella
muchacha que venga la memoria de su padre asesinando al dueño de la
fábrica en la que ella trabajaba (y en la que mucho antes había
trabajado su propio padre). El padre de Emma Zunz había sufrido el
oprobio de ser acusado y despedido de su trabajo por un robo que en realidad
había cometido este dueño que ella matará. En en aquel
entonces, el actual jefe de Emma había sido uno de los gerentes de la
fábrica en cuestión. La muchacha sabía de este penoso
hecho que de un modo u otro había llevado a la muerte a su padre, pero no
lo había comentado a nadie jamás. Pacientemente esperó,
entonces, aquel día. Aprovechó la soledad de la fábrica por
una huelga, recurso de protesta demasiado violento que ella rechazaba de plano:
citó a su jefe para informarle sobre algunas alternativas de esta huelga
que podían serle de interés... Antes de llegar a la cita, se
dirigió a una suerte de prostíbulo donde se entregó a un
hombre sueco o finlandés que no hablaba español, siendo
instrumento uno del otro, ella para el goce, él para hacer justicia.
Soportó una brutalidad que, pensó, era la que en cierto sentido
había tenido que sufrir su padre. Emma salió luego para
encontrarse con su jefe. En la soledad de la fábrica lo mató con
dos disparos en el pecho, en rigor tuvo que rematarlo con un tercero porque
éste aún se revolvía en el piso pronunciando insultos en
español y en idisch. El considerable cuerpo se desplomó. A
continuación Emma se desgarró la ropa, desabrochó el saco
del hombre, armó un cierto desorden en el lugar y llamó por
teléfono: “
Ha ocurrido una cosa que es increíble... El
señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga...
Abusó de mí, lo maté”. Finalmente, Borges
comenta: “La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a
todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz,
verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero era también el ultraje
que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y
uno o dos nombres propios”.
VIII. Una memoria ciega
que construye su historiaEmma Zunz construye
“otra” historia para sostener su acto: dos ficciones para entramar
su odio y justificar el homicidio. No importa cuál de las dos historias
es “más” verdadera, lo que importa es que no se puede decir
la verdad inapelable de los afectos si no es en el marco de una historia. Y
ninguna historia les hace total justicia. Esos afectos siempre están a
punto de desbordar el mito construido para exponerlos, pero para matizar su
evidencia más furiosa. Los afectos siempre amenazan y presionan la
destrucción de la leyenda que parece explicarlos: amor intenso, odio
también intenso. Y presionan a una recomposición de cierto soporte
narrativo que les devuelva un marco de continuidad a sus inevitables –y
periódicas- erupciones. La fuente misma de todas las tempestades
afectivas que avivan a un sujeto, la madre, es
también
[3] el soporte que
alivia estas irrupciones violentas aportándole un marco de cuidados
estables a partir de los cuales el infans desarrolla un cierto sentimiento de
continuidad existencial
[4]. En
principio el afecto, más tarde el logos que intenta explicarlo. El afecto
es una memoria ciega y enceguecida que no conserva recuerdos, un intempestivo
que busca su orden temporal, un instante que desconoce, pero necesita, el
encadenamiento de una historia. Pascal Quignard, describiendo el pensamiento
epicúreo, nos comenta que para éste: “Sólo existen
los átomos. Toda sensación es un choque de átomos. Ese
contacto brusco es mudo,
alogos, insensato, absoluto, infalible. Toda
visión es una eyaculación de átomos que rebota contra una
lluvia de átomos en el vacío. Por un azar que se repite a cada
instante hay un mundo. Por un azar que se repite a cada instante pensamos. Es
por azar que existimos
[5]”.
Estaríamos tentados de decir, como Einstein en una polémica
famosa, “¡pero Dios no juega a los dados!”, pero, como al
parecer Dios no nos alcanza, construimos historias, para garantizar una
necesidad en lo azaroso, un orden en el caos, una continuidad en lo discontinuo.
Y, cuando la sensatez de una disciplina recurrente se termina por imponer, el
vértigo de un cambio ocurre, porque –en una formulación
contraria a la de Einstein-, Borges apuesta a que “Dios acecha en los
intervalos”, para introducir un azar en los destinos que parecen de
cumplimiento inevitable. Una madre es, como decía Quignard más
arriba un “contacto brusco es mudo,
alogos,
insensato,
absoluto, infalible”, también la historia que nos
tranquiliza, que nos arrulla: nos queda de ella, sobre todo, la memoria de un
ritmo y la entonación de sus palabras.
IX. Continuidad
y rupturaNo creo que sea necesario reeditar aquí, en
lo que hace a la esencia de una vida y a la constitución de una
posición subjetiva, el debate que se ofrece como oposición de dos
términos: o bien, según el tejido progresivo de una
“duración”, o bien, según el efecto perdurable de
ciertos “instantes”. ¿Desarrollo evolutivo de una existencia o
golpe decisivo de ciertos momentos? ¿Linealidad paulatina de una historia o
revolución abrupta y violenta para el cambio? ¿Continuidad u
ruptura? Ya Gastón Bachelard trabajó con sensibilidad y agudeza
este tema comparando el pensamiento de Roupnel y el de
Bergson
[6]. Del primero nos recuerda
su convicción de que nadie puede trasladar su ser de un instante a otro
para lograr una duración: “El instante es ya soledad... Es soledad
en su valor metafísico más despojado” En este caso, para el
ser, la expresión más verdadera es incomunicable, como lo
sería el verdadero self del aparato formal winnicottiano. Un instante lo
aísla y lo expresa, sólo pulsaciones del ser que nutren actos que
también son discontinuidades de un devenir ordenado: “El acto es
ante todo una desición instantánea, y es una decisión la
que tiene la carga de originalidad” Eso es un gesto espontáneo,
que no hay para el acto ni premeditación ni pronóstico alguno, no
hay cálculo apoyado en la experiencia del error o sostenido en una
esperanza de un acierto. El valor de lo accidental es lo que guía al
movimiento. Como lo indica Bachelard, la filosofía de Roupnel es la del
acto, la bregsoniana lo es de la acción: Hay, para este último,
una continuidad ideal a pesar de la discontinuidad de los actos, una continuidad
que los guía y los ordena, una continuidad que está en germen,
como comienzo y fin, en cada acción: “la vida puede recibir
ilustraciones instantáneas, pero es en verdad la duración lo que
explica la vida”. En un caso el acto es la ruptura de una continuidad del
ser y su versión más genuina: un instante inasible, inasible pero
estallido de verdad, la huella del sujeto, su rastro y consecuencia. En el caso
de bergson, el sujeto no se aísla en el momento, lo hace memoria y
enhebra con ellos una vida. Esta continuidad existencial es para otros una
construcción laboriosa y ficticia del espíritu: el falso self dela
teoría winnicottiana. Cerremos con la palabra amable de Bachelard:
“
Es preciso la memoria de muchos instantes para lograr un recuerdo
completo. Del mismo modo, el duelo más cruel es la conciencia del
porvenir traicionado y cuando sobreviene el instante desgarrador en que un ser
querido cierra los ojos, inmediatamente se siente con qué nueva
hostilidad el instante siguiente ‘asalta’ nuestro corazón.
Este carácter dramático del instante es tal vez susceptible de
hacer presentir la realidad (...) ruptura del ser, idea de lo discontinuo se
imponen de un modo incuestionable. Podrá objetarse que esos instantes
dramáticos separan dos duraciones más monótonas. Pero
llamamos aquí monótona y regular a toda evolución que no
examinamos con atención apasionada” El instante, un duelo de lo
que pretendemos sin rupturas, continuo; y la continuidad de una vida es la
evocación de los instantes que se fueron con los seres queridos: suma de
ausencias evocadas para sobrellevar las pérdidas sufridas.
X.
La captación del instanteCito una referencia de
Quignard, en
El sexo y el espanto:
“Séneca Padre dice
(
Controversias, X, 5) que cuando Filipo vendió a los Olintios como
prisioneros de guerra, Parrhasios de Efeso, pintor ateniense, compró a
uno de ellos que era viejo, lo hizo torturar a fin de poder pintar con ese
modelo un Prometeo clavado que los ciudadanos De Atenas le habían
encomendado para el tempo de Atenea.
-
Parum, inquit, tristis
est (No está lo bastante triste), dijo Parrhasios cuando hizo posar
al viejo en el medio de su taller.
El pintor llamó a un esclavo y le
pidió que lo torturase para que sufriera más.
Empezaron a
torturar al viejo.
Todo el mundo sentía piedad.
-
Emi (Lo
he comprado), replicó el pintor.
-
Calmabat (El hombre
gritaba). Clavaron sus manos.
Los que rodeaban al pintor protestaron de
nuevo.
-
Servus, inquit, est meus, quem ego belli jure possideo (Es
mío y lo poseo en virtud del derecho de guerra)
Entonces por un lado
Parrhasios preparó sus polvos, sus colores y sus aceites, por otro el
verdugo preparó sus llamas, sus látigos, sus
potros.
-
Alliga (Ätalo), agregó.
Tristem volo
facere (Quiero darle una expresión de sufrimiento)
El viejo de
Olinto lanzó un grito desgarrador. Al oír ese grito, le
preguntaron a Parrhasios si le gustaba la pintura o la tortura. No
contestó. Empezó a gritarle al verdugo:
-
Etiamnunk torque,
etiamnunk! Bene habet; sic tene; hic vultus esse debuit lacerati, hic
morientis! (¡Tortúralo más, más! ¡Perfecto;
manténlo así; ahí está el rostro de Prometeo
desgarrado cruelmente, de Prometeo moribundo!)
El viejo dio muestras de
debilidad, lloró.
Parrhasios le gritó:
-
Nondum dignum
irato Jove jemuisti (Tus gemidos todavía no son los de un hombre
perseguido por la ira de Júpiter)
El viejo empezó a morir.
Con voz débil el viejo de Olinto le dice al pintor de
Atenas:
-
Parrhasi, morior (Parrhasios, me muero)
-
Sic
tene. (Mentente así)
Toda pintura es ese
instante.[7]”
XI.
El antes y después de los instantesEn la
antigua Grecia, el instante que intentaba captar la pintura, guardaba una
especialísima relación con la historia de la cual ese momento era
extraído. No es (como se expresaba más arriba), como la
irrupción de una lapsus que viene a quebrar y trastocar la
intención significante de un discurso. Tal episodio, llamémosle
“el instante del lapsus”, rompe el sentido de una narración y
problematiza su rigor explicativo y ordenador. “Rompe el sentido”
está dicho no sólo por el quiebre de la significación, sino
también por el quiebre de una dirección: “El instante del
lapsus” trastoca también un vector temporal: De modo que, entonces,
el presente está en el pasado y los terrores temidos en el futuro, ya
acontecidos en el pasado. En este plano, y ya volveremos sobre esto, el instante
rivaliza con el desarrollo progresivo de una historia en cuanto a ofrecer una
verdad subjetiva. En la pintura griega, el instante “trabaja” al
tiempo de otra manera, no es su ruptura, tampoco un eslabón más en
el curso de una narración. Es la captura de ese momento casi inasible de
lo que podríamos llamar lo “inminente”. No ilustra un
desenlace ni figura sus prolegómenos. No muestra lo irremediable de un
acto ya consumado ni lo determinante de sus antecedentes. En ese instante se
intuye, sin embargo, el movimiento en el que algo ya comenzó y se dirige
a un inevitable fin. En una palabra, el instante pintado en los diversos murales
griegos, condensa su “antes” y “después”, pero
sin develarlos del todo. Posee la virtud de lo potencial al lograr una
efímera suspensión del devenir temporal: desde el instante que nos
aloja y somos, cojeturamos mitos que intentan razonar nuestros orígenes y
nuestro final. En este sentido, Filodemo escribía (Sobre la muerte, XIV)
“no hay que desearle larga vida a los humano. No hay
“más” tiempo en una larga vida que en una vida breve.
Sólo cuenta el instante máximo en su plena presencia. Pero los
instantes son
“inacrecentables””
[8].
En fin, son únicos y abiertos, son breves totalidades.
XII. Sin instantes, la locuraPara concluir evoquemos los
frescos que representan a Medea, figura griega de la pasión insensata
(fresco de la casa dei dioscuri, en Pompeya). Eurípides del –431
describe, a partir de la pasión que esta mujer desarrolla por los hombres
la desintegración del vínculo civilizado en una sociedad. Medea se
enamora de Jasón, lo salva de la muerte ayudándolo contra los
“toros de aliento de fuego”, de ese modo Jasón consigue el
codiciado “Vellocino de oro” en la Cólquide, a orillas del
mar Negro. Su hermano Ascyltos, lleno de envidia, lo enfrenta: Medea lo mata. De
regreso a su tierra, su tío Pelias, quien ha usurpado el trono, se niega
a restituírselo: Medea convence al tío de Jasón de
sumergirse en una cuba con agua para rejuvenecer, una vez allí, ella lo
hierbe. Medea y Jasón deben huir hacia Corintios, allí, el rey
ofrece su Hija a Jasón para que se case con ella, él acepta y deja
de lado a Medea. La cólera invade a Medea y planea matar a los dos hijos
que Jasón llega a tener con esta otra mujer. “En el fresco de la
casa de los Dióscuros, Medea está parada a la derecha. Una larga
túnica plisada cae hasta sus pies. Su mano derecha tantea el puño
de la espada que sostiene su mano izquierda. Su mirada se dirige hacia los
niños que continúan dedicados a su juego con la ilusión
propia de su edad. Uno está parado con las piernas cruzadas, levemente
apoyado sobre la mesa cúbica. El otro está sentado sobre la misma
mesa. Ambos tienen las manos tendidas hacia los huesesillos en lo que pronto se
convertirán. La rabia de Medea está en calma. Es la inmovilidad,
el espantoso silencio que precede al acceso de locura”. Y, como lo observa
Quignard: “Nada dramático se representa en la maduración
concentrada que descubren los frescos:
muestran un instante que resume una
tragedia y de ninguna manera la desvelan”
La locura se
configura como una “pérdida del instante”: lo que puede
llegar a significar la caída del sujeto en una historia acabada o
imposible de ser iniciada. Caída del sujeto en lo dramático e
irreparable. Con la pérdida de lo potencial en la historia de una
persona, éste se somete a la consumación de un drama que lo
desborda como una corriente violenta que busca la historia que más le
conviene. Historias que a veces nos esperan desde mucho antes de haber nacido y,
que una vez actuadas, nos condenan... de pro vida.
Reflexión final:
¿Qué hubiera sido de Jasón sin su Medea?