El título que propongo para este artículo se inspira en un
poema de T. Eliot que D. W. Winnicott evoca en uno de sus trabajos para advertir
sobre la naturaleza diversa y casi insituable de todo punto de partida. Por
otra parte, parece un hecho inevitable que cada generación no pueda dejar
de establecer con sus orígenes -su herencia cultural-, una
relación vacilante, ambigua y a menudo contradictoria. Con una
pasionalidad que reconoce aristas de cargado dramatismo y períodos de
prolongado eclipse, los pueblos se debaten entre el anhelo de producir una
ruptura con sus antecedentes -para alcanzar así una plena originalidad en
sus puntos de vista- o bien, apoyar su progreso en una continuidad que respete y
perpetúe las ideas trabajosamente establecidas por sus ancestros. Entre
el debido respeto y un irrefrenable impulso de trasgresión ondula la
búsqueda de nuevas ideas. En todo momento inaugural, en cada chispa de
pretendida creatividad, en el origen de toda novedad habría
tensión, hostilidad y amor, traición y fidelidad... Comenta
Octavio Paz: “lo que debemos hacer con nuestros clásicos es
cambiarlos, transformarlos, incluso deformarlos. En realidad esto es lo que
hace cada generación y cada poeta: sus imitaciones son transgresiones;
sus negaciones, homenajes.”
[2]
En este movimiento de conquista de un nombre propio y de liberación de
aquellos otros que nos llegan y condenan desde antes de nacer, con sus flujos y
reflujos en cuanto al reconocimiento y la negación de cierto legado, la
autoafirmación inscribe sus deudas y su propio aporte personal al campo
cultural en un balance que, por cierto, siempre es impreciso. Winnicott
llamó
objeto transicional al primer articulador de ese movimiento
que va desde lo que se nos provee como ya establecido y dado en una sociedad y
lo que uno puede crear y aportar desde la propia intimidad al acervo cultural.
La tensión que se establece entre una cosa y otra –entre lo propio
y lo ajeno- se subsume, aunque sólo por breves instantes en la
existencia, en una paradoja: la sensación de poder “crear lo
dado”. Una paradoja en la que la experiencia subjetiva es la de poder
crear un mundo a pesar de que éste ya existía. Forjar, en el vasto
y relativamente anónimo espacio-tiempo que compartimos con el resto del
mundo -ese que nos anticipa y espera-, un territorio que se ordena según
nuestras propias coordenadas, con sus recodos y atajos, sus escondites y
escenarios públicos, sus ámbitos mas cercanos y familiares y sus
confines tan atractivos como misteriosos e inquietantes. Crear lo dado, algo
así como el ejercicio de apropiación de un lenguaje que estando ya
establecido –con su gramática y vocablos- concedería al
sujeto la oportunidad de poder encontrar y pronunciar las propias palabras... Y
a veces, casi-casi, uno siente estar a la altura de las palabras dichas, como
diría Pontalis, uno tiene la sensación de haber dado con la
“palabra justa”
[3].
Más allá de esta experiencia subjetiva, la mayoría del
tiempo -la perpetua tarea humana, dice Winnicott-, es la de intentar dar
respuesta a algo que no lo tiene: “todo esto que nos rodea, incluso esa
conjetura más o menos convincente que suponemos somos nosotros mismos
–la suma de nuestros pensamientos, anhelos, temores, ideales, etc.-,
¿es producto de nuestra creación o nos fue dado?”
“Crear lo dado”, jamás una cosa recubre enteramente a la
otra... No importa cuán ínfimas o dilatadas sean las fisuras que
se abren en el encuentro-desencuentro del par “crear lo dado” (es a
veces un moderado delirio el que nos hace creer artífices de todo cuanto
acontece y es otras un insensato “realismo” lo que nos obliga a
someternos con resignación al mismo destino), no importa cuán
ínfimas o dilatadas sean las fisuras –decía- las dudas nunca
se disipan del todo. El objeto transicional es la articulación soportable
de esa diferencia entre lo propio y lo ajeno, lo que nos es dado y lo que
nosotros mismos podemos crear, lo que recibimos y aportamos. El objeto
transicional resulta ser la matriz –encarnada- del primer símbolo
para un sujeto, una matriz de la que derivará la economía que
otorgue, o no, algún valor significante al resto del mundo. No se trata
de que el llamado objeto transicional suture estas diferencias que acabamos de
enumerar; simplemente suspende por un instante o atenúa el máximo
posible el peso de una pregunta que en muchos sujetos –por
alteración de la constitución de la matriz simbólica que
dicho objeto supone- adquiere una forma agobiante: la pregunta sobre si vale o
no vale la pena vivir la vida. Con el objeto transicional las diferencias
aludidas pueden trabajar, como lo expresaba más arriba- una
articulación posible, lo hacen forjando un sentido posible a la realidad
que nos rodea –y a esa extraña realidad que somos nosotros mismos-,
a partir de la capacidad psíquica de soportar paradojas: todo
símbolo será entonces, a un mismo tiempo, y respecto de lo que
pretende nombrar: contienda y abrazo amoroso, apropiación y
desposesión, encuentro y pérdida, descubrimiento y
confirmación.
Más arriba relacioné también la
paradoja de “crear lo dado” con la apropiación que un sujeto
puede –o no- hacer de un lenguaje ya constituido, cuando las palabras
–al comportarse como objetos transicionales- pueden entrar en
diálogo con los demás y consigo mismas. Es decir, cuando las
palabras se atreven a desbordar el encierro tentador de la rumia solitaria, a
salir de un soliloquio en el que parecen abrazar, deliciosamente, un sentido
pleno
[4]. Cuando, por fin, ellas se
atreven a arriesgarse al movimiento y a la economía que les permite un
campo intermedio de experiencia subjetiva con el resto del mundo.
Aventurándose a una zona intermedia de experiencia donde –al ser
pronunciadas- ya no son “ni tuyas ni mías” –y sí
de ambos-, territorio compartido para un diálogo donde la posesión
de las palabras no implica su dominio –todo lo contrario-, donde nombran y
me nombran, dicen y callan, allí donde cada palabra es lo que deseo decir
y lo que el otro pretende escuchar “en ellas”. Y donde si digo
“árbol”, nombro al árbol unánime que condensa y
simplifica a todos los árboles posibles, pero que lucha cuerpo a cuerpo
con el frondoso árbol del patio de mi infancia: el primero se aproxima
peligrosamente al “significante que mata la cosa”, el segundo al que
la mantiene con vida. Winnicott centró de un modo muy particular su
atención alrededor de la economía que podía mantener vivo o
muerto a un discurso, especialmente, al discurso de los analistas cuando
éstos deseaban compartir sus elaboraciones teóricas y su
clínica. Vida o muerte de un discurso: dilema que se juega entre poder
apropiarse –recreando- aquello que da origen e impulso a una teoría
y el sometimiento dócil y obsecuente que condena a repetir los aforismos
“del Maestro”. Ilustro estas alternativas con unas líneas que
Winnicott escribe a M. Klein, en donde reflexiona sobre lo que habitualmente
sucedía en las reuniones científicas de la Sociedad
Británica de Psicoanálisis: el sometimiento de toda
comunicación a la jerga establecida a partir de la doctrina kleiniana.
"Lo primero que deseo decirle es que puedo advertir lo molesto que resulta
–para el auditorio de analistas- mi deseo de expresar en mi propio
lenguaje lo que se desarrolla en mí, producto de mi crecimiento y mi
experiencia analítica. Supongo que resulta molesto porque todo el mundo
querría hacer lo mismo aún cuando todos sabemos que en una
sociedad científica uno de los objetivos es encontrar un lenguaje
común. Sin embargo, ese lenguaje
debe mantenerse vivo, ya que no
hay nada peor que un
lenguaje muerto. (...) Personalmente creo que es muy
importante que su obra sea re enunciada por personas que realicen los
descubrimientos a su manera y que presenten lo que descubren en su
propio
lenguaje. Sólo de ese modo se mantendrá vivo el lenguaje. Pero si
usted estipula que en el futuro únicamente sea su propio lenguaje el que
debe ser utilizado para la enunciación de los descubrimientos de otras
personas, el lenguaje se convertirá en un lenguaje muerto, como ya se
convirtió en la Sociedad. (...) Sus ideas sólo perdurarán
en tanto y en cuanto sean re descubiertas y reformuladas por personas
originales, dentro y fuera del movimiento psicoanalítico. (...) Usted es
la única capaz de destruir este lenguaje denominado doctrina kleiniana y
kleinismo, con un propósito constructivo. Si no lo destruye, este
fenómeno
artificialmente integrado deberá ser atacado en
forma destructiva. Pienso que algunos de los pacientes que acuden a los
'entusiastas kleinianos' para ser analizados no se les permite realmente crecer
o crear en el
análisis
[5].Las
palabras peregrinan, todo intento por detenerlas nos empobrece y empobrece al
mundo. Recuerdo una anécdota en la que un grupo de sacerdotes consultaron
a Winnicott sobre cómo discriminar, frente a los planteos de un
feligrés, si se trataba de una cuestión de orden estrictamente
religioso o de una especulación de mórbido carácter
místico y que pudiera sugerir cierta alteración mental...
Después de pensarlo unos segundos, Winnicott contestó: “si
cuando el feligrés hace su planteo ustedes sostienen el interés,
se trata de una cuestión de fe que les incumbe, si cuando quien consulta
los aburre, mándenlo al psiquiatra”. Quizás aclare esta
indicación un pensamiento de Octavio Paz. Según comentaba este
autor la poesía era al lenguaje lo que el erotismo a la sexualidad, un
desvío de sus fines aparentemente “naturales”: en el lenguaje
comunicar, en la sexualidad
procrear.
[6] ¿Auspicioso
alejamiento de las fuentes? Como sea, erotismo y poesía aparecen
íntimamente asociados. De modo que, cuando un discurso está muerto
la evidencia más notable es la pérdida de una erótica que
debería sostenerlo animado y cautivante, con diverso relieve y variada
textura, con sus olores y temperaturas, climas y fronteras. Como si se tratara
de un territorio que, a no dudarlo, reconocería también sus
extensiones de aridez y alguna que otra tormenta. Un territorio... En este
sentido intuyo entonces las fuentes de Winnicott en la medida en que para
él, "
el mundo resulta importante y satisfactorio, para cada
individuo, si crece a partir de la calle en que está su casa o del patio
de atrás”. Extensión que progresa desde las referencias
más familiares, desde lo más próximo y conocido a lo
más extraño, lejano y ajeno. Avanzando y retrocediendo,
conquistando y cediendo, pero en un andar que intenta no cerrar círculos
herméticos sobre certezas y conformidades, ni tampoco estrechar
límites definitivos frente a lo informe o inquietante. Por eso
también el agradecimiento con que Winnicott abre “Realidad y
juego”
[7]: “A mis
pacientes que pagaron por enseñarme...”, porque pudo permanecer con
ellos en un territorio que los volvía
extranjeros
[8], y hacer de ese estado
de no-saber, un punto de partida.
Concluyamos, entonces, como lo
expresaba el poeta y el propio Winnicott: “principio, suma de
principios...”, pero con un pequeño agregado: que al parecer,
tampoco habría punto cierto de llegada...
danielripesi@hotmail.com
[1] Autor de “Quemar las
naves, ensayos winnicottianos”, Ed. Letra Viva, Buenos Aires, 2004.
Co-dirige el sitio Web
www.espaciopotencial.com.ar.
[2] En
“Convergencias”, Ed. Seix Barral, Barcelona,
1991.
[3] No por lo
“exacta”, sino porque “hace justicia” con su poder de
significación.
[4] M.
Ponty decía que la palabra era un “exceso” del ser, un exceso
que a menudo lo deja en
falta.
[5] Carta del 17 de
noviembre de 1952, consultar “El gesto espontáneo, Ed.
Paidós, Buenos Aires, 1990 (Bastardillas
mías).
[6] En “La
doble llama”, Ed. Seix Barral, Barcelona,
1993.
[7] D.W.Winnicott,
“Realidad y juego”, Ed. Gedisa, Barcelona,
1972.
[8] A ambos sin duda,
sólo que el paciente –como leemos en el caso “Juanito”
respecto de su padre-analista y de Freud mismo- es quien indica el camino.