Daniel Ripesi
Un silencio oportuno
Se ha escrito extensamente, pero casi
siempre en términos negativos -en el sentido moral y
epistemológico del término- respecto de los movimientos que un
paciente despierta en el
analista.
No necesito discutirlos, pero pueden inducir el error de pensar que "las cosas
sólo marchan bien" cuando no se registra movimiento alguno en él;
o bien, en el otro extremo, pensar que dicho movimiento puede ser reciclado
como instrumento válido -y muchas veces excluyente- para considerar
los del paciente en transferencia. Estaríamos así inmersos -para
valorar la utilidad o el perjuicio de la contratransferencia- en una paradoja
equivalente a la que Freud planteaba respecto de la angustia: un "poquito",
la utilidad de una señal; "mucho" (desarrollo), el desborde propio de
la neurosis...Angustia y deseo del
analista, ningún paciente escapa a esta economía, no
soportarían su ausencia...
Pontalis habla, por parte del analista en el ejercicio del psicoanálisis,
de una
"desposesión de si
mismo",
acordemos. Pero, fuera de toda sentencia idealizante, cada vez que intentamos
con deliberación desprendernos de nosotros mismos para la
dirección de la cura, debemos estar preparados para asumir su resultado:
ser, involuntariamente, nosotros mismos... Somos, sin duda, un
singular sin posesión. Todos
recordamos la expresión: "Comunicación de inconsciente a inconsciente";
pero bien sabemos que no todo decir de un paciente es "asociación libre",
ni que todo silencio del analista es "atención libremente flotante";
una cosa y otra sólo toma por sorpresa a los participantes, y sólo
-en muy contadas ocasiones- suceden a un mismo tiempo.
Para que el juego
analítico funcione, no ya sobre la base de "libre asociaciones" -que
se ofrecen como reaseguro de estar en análisis"-, ni de "interpretaciones",
-también ofrecidas como reaseguro de "estar analizando"- (apostando,
podríamos decir, a una suerte de alianza terapéutica sostenida
en la ilusión de poder acudir -sin demoras ni rodeos- a una cita
suficientemente establecida por la regla fundamental claramente anticipada);
en fin, para que haya "juego
analítico",
uno y otro deberán compartir un movimiento que los llevará al
final de una experiencia que ninguno sospecha: ¿qué efectos quedan
de esa experiencia en el analista?; o, expresado según una
reflexión de Jorge Rodríguez "Qué nombre tiene respecto
del analista ese movimiento que leído en el paciente pensamos como desarrollo
de una cura?". Y, para que no queden dudas, aquí movimiento implica transformación.
Winnicott propone
como apertura de Realidad y juego
un agradecimiento: "A mis pacientes que
pagaron por enseñarme" ; cuando nos internamos en su obra
descubrimos de qué modo pagó él mismo por dicho
aprendizaje: cuando ofrece sus interpretaciones -como Winnicott lo explicita
claramente- para evidenciar más los límites de su
comprensión que los alcances de su "saber", y también al
interpretar para restringir -según el caso- una propia posición de
mágica omnipotencia en las expectativas de ciertos pacientes. Lo vemos
"pagar", asimismo, cuando -por imposición de la transferencia- admite
frente a su paciente "estar
loco".
En fin, cuando se establece un peculiar diálogo entre quien dice sin
saber, a otro que ya sabe aunque sin advertirlo. Desposesiones impredecibles,
desprendimientos necesarios para el progreso de una cura que no es posible sin
una transformación mutua.Todo analista paga con la
pérdida no calculada de su omnipotencia: ahí ve, un tanto
sorprendido, peregrinar de su boca interpretaciones que su paciente no "recibe" tanto
como encuentra como
producto de su propia creación. Frágil economía de una
experiencia siempre en riesgo de que alguno de los participantes pretenda
hacerse soberano de las palabras que circulan.
Pretendiendo usar las
palabras según nuestras sanas ambiciones descubrimos que ellas no se
quedan quietas, hacen de las suyas y nos arrastran en su movimiento.
Por un
lado remontan vuelo en la transferencia, y esperamos que, por su propia fuerza
de atracción el paciente las recupere; pero, por otro lado, con las
intervenciones del analista sucede lo mismo: "nos vuelven". Cuando la palabra
retorna, ni uno ni otro salen de la experiencia como creían ser. Cada vez
que un paciente invoca "mis palabras", yo las encuentro irreconocibles; cuando
soy yo quien "devuelve" las que ellos acaban de pronunciar, se sienten
sorprendidos y desconfiados: ambos estamos en lo cierto, son ellas las que se
deben distribuir como mejor les parezca, pero este juego -que no es más
que el juego que anima la transferencia- nos desconcierta al punto de pretender
lo imposible: establecer un orden que intente poner las cosas en su lugar,
"estas son las suyas", "aquellas son las mías".
Las palabras
vuelven, tarde o temprano, pero -debemos admitirlo- no somos sino nosotros
mismos, en la mayoría de los casos, los hijos pródigos o
descarriados de lo que hemos dicho, lo que estuvimos por decir, y -sobre todo-
de lo que nunca dijimos.
Anhelamos la palabra exacta, aquella que pudiera
ir prendada de lo más íntimo de lo que se está nombrando, y
ninguna detiene el movimiento de atracción y rechazo que alimenta ese
intento: "Qué hay del árbol en la palabra árbol?",
formulemos esta pregunta contra todo intento de resolución erudita;
enunciémosla -en los tiempos que corren casi como una protesta, casi por
respeto al árbol frente al cual también la formularíamos-;
en la palabra árbol hay, por de pronto, un lugar para que habite mi árbol; sin duda mi
árbol no colma la palabra, retengo algo de mi árbol, es mi secreto
y un margen de silencio que le impongo a la palabra árbol. Fuera de mi
silencio la palabra árbol nombra todos los árboles posibles -de un
modo unánime y armónico-, es decir, hasta que yo la pronuncio: en
ese momento ahueco la palabra árbol con un silencio que la hace
soñar mi árbol aunque su vigilia sea la de todos los
árboles. Sin embargo, si la palabra "árbol" impone su claridad de
vigilia, o yo violento a la palabra con la economía de mis sueños,
hablar sería una pesadilla. La palabra exacta, parafraseando a
Pontalis,
sería aquella que al pronunciarla nos da la ilusión de que lo
que alucinamos es.
Cuando
al hablar nos exigimos demasiada objetividad, entramos en violencia con el
mundo y con nosotros mismos, porque nuestra objetividad termina siendo una
exigencia de muerte para la ilusión de los demás.
Habría dos formas máximas
de locura en el intento de asumir la palabra: por la primera se
intentaría invocar aquella que al dar con el nombre revela
íntegramente a la cosa, y la otra, llegar a pronunciar aquella que al
designar puede abolir la cosa. Sin embargo tales palabras están
reservadas al dominio misterioso de lo divino, sólo Dios habla de ese
modo: es únicamente su palabra la que crea o aniquila.
Las palabras
viven, también, su propia e inaprehensible experiencia: desentendidas del
interés humano de tener que nombrar las cosas, se entregan a un
diálogo con las propias cosas que se intentan nombrar (diálogo que
se despliega a cierta distancia de nosotros mismos). En tal caso
deberíamos soportar -sin volvernos demasiado locos o demasiado cuerdos-
que de ese diálogo, que las palabras emprenden con las cosas, nos llegue
apenas un eco difuso. Hablar, entonces, no sería un esfuerzo de dominio
parlante facilitado por el uso de las palabras más adecuadas, sino, por
el contrario, hablar sería hacer un silencio oportuno que
nos permita escuchar las resonancias remotas de aquel diálogo -animoso o
melancólico- de las palabras con el mundo. Las palabras sólo
serían si se pudo establecer ese territorio donde ellas puedan estar
a cierta distancia.
Que
la palabra se haga
carne...
(¿o que la carne
pueda encontrar sus nombres?)
Según ciertas
apreciaciones, lo primero que un bebé chupa de la teta son, justamente,
palabras... Que así sea, pero si no se las chupara de una teta
sólo nos crecería "el intelecto": lo que también se chupa
es carne. Pontalis, evocando al Merleau-Ponty de "Lo visible y lo
invisible" rescata la idea según la cual hay un proceso en el
que "... el pensamiento de la madre se
hace carne".
Hay una idea borgiana que expone que una historia es la diversa entonación
de unas pocas metáforas: la carne de esas pocas
metáforas se entona en ese silencio-espacio que una madre provee en
los cuidados del infans en la etapa de dependencia absoluta, el punto en que
ese sostén empieza a figurar su ausencia.
("Al emplear en este contexto el
término sostén -aclara Winnicott- no lo hago sólo para
referirme al hecho físico de sostener una criatura..., me refiero a
una relación tridimensional o espacial a la que gradualmente se le va
sumando el factor
tiempo").En
uno de sus escritos, Pontalis, habla del siguiente pasaje: "De
la madre conmigo a lo maternal en
mi".
Este movimiento supone, según sus términos, la pérdida
del objeto primordial,
pérdida que implica una conservación: "lo maternal en mi":
interiorización de los cuidados maternos -y en ellos de ese
silencio-espacio en que luego se apoyarán las palabras-
interiorización que Pontalis nombra "Metáfora
materna" (metáfora, agrega en
otro contexto, de la madre
ausente. No sustitución de
su presencia, por parte del infans, en un intento -por eventual defecto de
la construcción de la metáfora antedicha- de instalar una
presencia materna, cristalizada, en su interior. En este último caso,
a diferencia de lo que sucede con la metáfora materna, se intenta la
negación de un vacío en lo psíquico: La madre ha tenido
una presencia tan intrusiva que sólo una contracatexis fuertemente
sostenida por parte del
infans puede "ponerla
a distancia", pero esa distancia es un vacío
-y no una ausencia- que no encuentra sus metáforas, sino que busca su
rellenado compulsivo).
Como analistas exigimos
-casi como condición de posibilidad de un tratamiento- cierta "libra de
carne" en el discurso de nuestros pacientes, de lo contrario padecemos esa
carencia en un palabrerío que parece acusar una locura de ingravidez,
sobrevuela todo sin depositarse en nada, la "libre asociación" se torna
efectivamente libre asociación: es decir, el paciente "está hecho"
de palabras que no descansan, sólo poseen valor en tanto pronunciables, y
-en cuanto tales- para la pérdida continua. (A condición de dejar
en claro que el propio paciente no posee en la experiencia de su decir ninguna
sensibilidad de pérdida o de desposesión en las palabras, en todo
caso, se posee la impresión de un poder de reposición inmediata y
continua de palabras). Lo cierto es que en tal discurso se halla ausente toda
economía que oriente a la escucha analítica, imponiéndose
la tentación de aportar desde
afuera los
senderos que el paciente no se atreve a transitar, los recodos que se toman
para evitar encuentros no deseados, los abismos rechazados, en fin, denunciar
para nuestros pacientes, la dimensión de "engaño" a la que
están sometidos -y pretenden someternos-, estrategia que se ajusta tan
bien a la desconfianza profesional que fomenta nuestra formación
analítica habitual. Queremos ser los padres severos (a menudo impotentes)
de nuestros "pacientes de mamá", y terminamos poniendo palabras en ese
vacío interior: madres que pelean un espacio a otra madre que se
interiorizó como un agujero.
Por otra parte, y en el
otro extremo, solemos enfrentarnos en el discurso de nuestros pacientes con
un "exceso carne", esa suerte de palabra catarsis tan poco alentadora
también a la escucha analítica, una palabra "carne de mi carne"
que se oye generalmente en una primer entrevista -y que experimentamos como una
descarga masiva y abrumadora, desposeída de los límites del pudor
o del sentido de la intimidad-, primer entrevista que, generalmente, es la
última entrevista.
En fin, las evidencias clínicas
podrían multiplicarse para graficar ese dilema al que algunos pacientes
nos enfrentan, y que esquematiza esta disyuntiva: Si atendemos a sus palabras
perdemos en el acto el contexto que debería sostenerlas y ordenarlas,
estas palabras terminan cerrándose sobre sí mismas -no le deben
nada a su locutor-; a la inversa, si valoramos la "narración" perdemos el
destino significante de sus palabras –aquí, el locutor no
está nunca en deuda con su discurso-, en un caso nos frenamos frente a
cierta imperiosidad pulsional que arrasa con su economía desamarrada, en
el otro, nos envuelve la futilidad de no poder tener más trato que con
los recubrimientos frívolos de un mundo inaprehensible.
En un caso,
escuchamos una diversificación ininterrumpida de palabras que caen en el
vacío. La evidencia es la multiplicación de sentidos probables, al
estar diluido todo afecto que pudiera acentuarlas, atenuarlas, silenciarlas,
etc.: tejen una red en donde se autosostienen; o bien, en las antípodas
de esta alternativa, recuerdo un paciente que se disculpaba -con frecuencia
sospechosa- de su insuficiente capacidad para expresarse adecuadamente, y era
cierto, pero no debido a cierta capacidad de abstracción deficitaria en
él. Cuando sus palabras se desprendían, cada una de ellas se
transformaba en el indicio seguro para el despliegue de la siguiente, sus
palabras se perseguían (en el desarrollo arraigado de un delirio
celotípico, su mujer lo engañaba pero sus palabras jamás).
Bien, en este hombre -y era allí donde su queja se instalaba-
había de pronto una detención de sus palabras, una fluidez que se
quebraba, y ello era cuando debía describir sus frecuentes dolores y
padecimientos corporales: su discurso se detenía no por escasez de
palabras, sino por la definida precisión de las mismas, no necesitaba ser
florido, tenía siempre la palabra exacta, o bien, la palabra exacta lo
tenía atado a la
carne.
La verdad -comenta
Masud
Khan -
(toda una posición ética para la dirección de una cura),
solo tiene sentido para un ser humano si toma la forma de una paradoja. Sin
embargo, habitualmente nos condenamos a resolverlas multiplicando esos
espejismos de seguras perspectivas
objetivas . Nos ponemos en el borde de una locura muchas veces
consistente -y a menudo convincente- de ser los "dueños" de la palabra.
Ya sea por la autoridad que confiere una distancia presuntamente adecuada
respecto de los hechos, o por presumir tener con ellos una intimidad casi
mística, se cree tener la palabra inapelable, y este carácter
dogmático de la palabra da tanto la seguridad de la palabra como la
inutilidad de su dominio: no sirve para el diálogo. Se ha forjado,
con estas palabras, "una soledad contra la presencia de alguien".En rigor,
he tratado de recorrer -de un modo esquemático y breve- esa dificultad
que se instala, especialmente en situación clínica, cuando un
discurso carece de base onírica, o, en el caso puntual del analista,
cuando no posee la capacidad de ubicar el propio discurso en el campo onírico
del paciente. Si la asociación libre pierde la textura de un hablar
tal como si se estuviera contando un sueño, o, por nuestra parte, no
podemos
"soñar" a nuestros pacientes, estaremos en graves dificultades.
Finalmente: la palabra soñada es la que vale, las demás
seguirán siendo nuestra pesadilla o nuestro insomnio.
[1] "Despierta", y no
"provoca", lo que ya nos ubicaría en el registro de la
acción-reacción.
[2] En Lo extranjero
de la transferencia de su libro "La force
D`atraction"
[3] Pontalis, en otro
contexto, caracteriza de ese modo lo inconsciente: ‘’un singular
sin ser personal’’, en Lo atractivo del sueño, "La
Force D’Attraction", Galimard, París.
[4] Juego,
entonces, que requiere cierto olvido de las reglas.
[5] Ed.
Gedisa, Bs.As., 1972
[6] Y esto, sin pretender que el
paciente sostenga -otorgándole un matiz de estrategia a sus
intervenciones- la cordura del analista quien, presuntamente sabría
lo que dice y porque lo dice. Consultar el caso clínico incluido
en Elementos masculinos y femeninos separados que se encuentran en hombres
y mujeres, en el libro
"Realidad y juego", De. Gedisa, 1972
[7] Quien, en rigor,
habla de "palabra justa", es decir no
la que atrapa mejor la cosa, sino la que la respeta
mejor.
[8] "La identidad de pensamiento que
exige la lógica discursiva -comenta Pontalis- trata de consumar lo que
perseguía en vano la lógica del deseo, la identidad de
percepción". En Presencia, entre signos, ausencia, de su libro
"Entre el sueño y el dolor", Sudamericana, Bs.As.,
1978.
[9] Esta referencia, y
la idea desplegada, puede leerse en De la mère, le maternel -1983-,
en "Perdre de vue", Gallimard,
1988
[10] Ver La teoría de la
relación paterno-filial, en el libro "El desarrollo emocional
primitivo", Edit. Laia, Barcelona, 1979
[11] J-B
Pontalis, De la mère, le maternel, en el libro "Perdre de vue",
Gallimard, 1988
[12] Ver su artículo A partir
de la contra-transferencia: lo muerto y lo vivo entrelazados y El psiquismo
como doble metáfora del cuerpo , en "Entre el sueño y el
dolor", Sudamericana,
1978.
[13] Hipótesis desarrollada
extensamente por A.Green en la mayoría de sus trabajos, por ejemplo
en lo que él llama psicosis
blanca.
[14]
En el sentido de
que ninguna transferencia parece autorizarlo.
[15] Ver "De algo hay que morir"
en este mismo libro.
[16] M.Masud Khan, "Sobre Winnicott", Ecos
editores.